miércoles, 10 de diciembre de 2014

El santo debe andar solo. A. W. Tozer



La mayoría de las grandes almas del mundo fueron solitarias.
La soledad parece ser el precio que los santos
tienen que pagar por la santidad o la santificación.
En la mañana de la Tierra (o deberíamos decir, en esa extraña oscuridad que llegó pronto después de la aurora de la creación del hombre) esa alma piadosa, Enoc, caminó con Dios y dejó de ser, porque Dios le llevó; y aunque no se declara en tantas palabras, podemos
deducir que Enoc caminó un sendero bastante aparte de
sus contemporáneos.

Otro hombre solitario fue Noé quien, de todos los
antediluvianos, encontró gracia delante de Dios; y todas
las evidencias señalan hacia la soledad de su vida aunque
estaba rodeado de su gente.

Otra vez, Abraham tenia a Sara y a Lot, como también
muchos sirvientes y criados, pero ¿quién pudiera leer su
historia y el comentario apostólico acerca de él sin
percibir instantáneamente que era un hombre «cuya
alma era como una estrella y moraba aparte"? Hasta
donde sepamos. Dios no le habló una sola palabra en
la compañía de otros hombres. Postrado sobre su rostro
tuvo comunión con Dios, y la dignidad innata del hombre
impidió que él asumiera esta postura en la presencia de
otros. ¡Cuán dulce y solemne fue la escena esa noche
del sacrificio cuando él vio las lámparas de fuego que se
movían entre las piezas o partes de su ofrendal Allí, solo,
con un horror a la gran oscuridad que se cernía sobre
él, oyó la voz de Dios y supo que él era un hombre
destacado para el favor divino.

Moisés también fue un hombre separado. Mientras
todavía formaba parte de la corte del Faraón, hizo largas
caminatas, y durante una de estas caminatas, lejos de
las multitudes vio a un egipcio y a un hebreo luchando
y vino en rescate de su conciudadano. Después de su
rompimiento resultante con Egipto, moró en una reclusión
casi exclusiva en el desierto. Allí, mientras cuidaba
sus ovejas, solo, la maravilla de la zarza ardiente se le
apareció, y más adelante, sobre la cumbre del Sinaí, se
postró, solo, para contemplar en reverencia fascinada la
Presencia de Dios, parcialmente escondido, parcialmente
a la vista, dentro de la nube y el fuego.

Los profetas de tiempos pre-Cristianos diferían
vastamente uno de otro, pero una característica o marca
que tenían en común era la soledad obligada. Amaban
a su gente y se gloriaban en la religión de los padres,
pero su lealtad al Dios de Abraham, Isaac y Jacob, y su
celo por el bienestar de la nación de Israel les llevó lejos
de la multitud y a largos períodos de pesada soledad.
«Extraño he sido para mis hermanos, y desconocido para
los hijos de mi madre», exclamó uno en representación
de los demás en el Salmo 69:8.
Lo que más revela es la visión de Aquel de quien
hablaron Moisés y todos los profetas en Su solitaria
caminata hacia la cruz. Su profunda soledad que no
conoció alivio por la presencia de las multitudes.

Es noche, y en el Olivar,
La estrella su luz escondió.
Es noche y en el huerto allá
Orando está el Salvador.
Es noche, solo Él quedó,
Luchando con el cruel temor.
Aun el discípulo que amó
No escucha el llanto del Señor.
-G uilleromo B. Tappan

Jesús murió solo en la oscuridad, escondido de la
vista del hombre mortal, y nadie Le vio cuando Él resucitó
triunfante y salió caminando de la tumba, aunque
muchos Le vieron después y dieron testimonio de lo que
vieron. Hay algunas cosas demasiado sagradas para que
lo vean otros ojos que los de Dios. La curiosidad, el
clamor, el esfuerzo bien intencionado pero desatinado o
disparatado para ayudar, sólo pueden impedir la espera
del alma y hacer poco probable, si no imposible, la
comunicación del mensaje secreto de Dios al corazón que
adora.

A veces reaccionamos con una especie de reflejo religioso
y repetimos como deber las palabras y frases
apropiadas que fracasan en expresar nuestros sentimientos
reales y carecen de la autenticidad de la experiencia
personal. Ahora mismo es ese momento. Una
cierta lealtad convencional tal vez lleve a algunos que
escuchan esta verdad poco familiar expresada por primera
vez a decir con alegría: «Oh, yo no me siento nunca
solo. Cristo dijo: «No te dejaré, ni te desampararé» (Hebreos
13:5), y «He aquí Yo estoy con vosotros todos los
días, hasta el fin del mundo» (Mateo 28:20). ¿Cómo
puedo estar solitario cuando Jesús está conmigo?»

No quiero reflexionar sobre la sinceridad de cualquier
alma Cristiana, pero este testimonio común es demasia195
do conciso para ser real. Es obviamente lo que piensa
el orador que debería ser. más bien que lo que ha comprobado
que es la verdad por la prueba de la experiencia.

Esta alegre negación de la soledad prueba sólo que el
que lo dice no ha caminado jamás con Dios sin el apoyo
y aliento que le proporciona la sociedad. El sentido de
compañerismo que él erradamente le atribuye a la presencia
de Cristo puede, y probablemente surge de la
presencia de gente amable. Siempre recordad que no
podéis cargar una cruz con una compañía o en medio
de una. Aunque un individuo estuviera rodeado por una
vasta multitud, su cruz es solamente suya y le marca
y caracteriza como un hombre aparte y separado. La
sociedad se ha vuelto en su contra; de otra forma no
tendría una cruz. Nadie es amigo del hombre con una
cruz. «Entonces todos los discípulos, dejándole, huyeron.
(Mateo 26:56).

El dolor de la soledad surge por la constitución de
nuestra naturaleza. Dios nos hizo los unos para los
otros, para gozamos mutuamente. El deseo de tener
compañerismo humano es completamente natural y
bueno. La soledad del Cristiano resulta de su caminar
con Dios en un mundo impío, un camino que a menudo
le separa del compañerismo de buenos Cristianos, como
también del mundo no regenerado. Sus instintos dotados
por Dios lloran y claman compañerismo con otros
de su género, otros que pudieran comprender sus anhelos,
sus aspiraciones, su absorción en el amor de
Cristo: y porque dentro de su círculo de amistades hay
tan pocos que comparten su experiencia interna, se ve
obligado a caminar solo. Los anhelos no satisfechos de
los profetas por la comprensión humana fue la causa de
su queja, y aun nuestro Señor Mismo sufrió de la misma
manera.

El hombre que ha pasado a la Presencia Divina en
una experiencia interna real no encontrará a muchos
que le comprendan. Una cierta cantidad de compañerismo
y comunión social, por supuesto, será suyo mientras
tiene contacto con las personas religiosas en las actividades
comunes de la Iglesia, pero será difícil encontrar
la verdadera comunión espiritual. Pero él no debería
esperar que las cosas fueran diferentes. Después de
todo, él es un extraño y un peregrino, y el viaje que él
hace no es sobre sus pies, sino en su corazón. Camina
con Dios en el jardín de su propia alma -y ¿quién sino
Dios puede caminar allí con Él? Es de otro espíritu del
de las multitudes que caminan en los atrios de la Casa
del Señor. Ha visto aquello de lo cual ellos sólo han oído,
y él camina entre ellos tal como Zacarías caminaba
después de su retomo del altar, cuando las personas
«comprendieron que había visto visión en el santuario»
[Lucas 1:22).

El hombre verdaderamente espiritual en realidad es
una rareza. No vive para sí mismo, sino para promocionar
los intereses de Otro. Trata de persuadir a otras
personas a darle todo a su Señor y no pide ninguna
porción, ni parte, ni nada para sí mismo. Se deleita no
en ser honrado, sino en ver glorificado a su Salvador a
los ojos de los hombres. Su gozo es ver promovido y
exaltado a su Señor y él mismo menospreciado. Encuentra
a pocos que quieren hablar acerca de aquello que es
el objeto supremo de su interés, así que con frecuencia
está en silencio y preocupado en medio de la conversación
religiosa bulliciosa. Por esta razón, se gana la reputación
de ser aburridor y demasiado serio, así que se
le evita y el golfo entre él y la sociedad se ensancha.
Busca amistades sobre cuyas ropas él pueda detectar el
aroma de mirra y áloes de los palacios celestiales, y
encontrando a pocos, o a nadie, como Maria de antaño,
él guarda estas cosas en su corazón.

Es esta misma soledad que le hace avalanzarse sobre
Dios. «Aunque mi padre y mi madre me dejaran, con
todo, Jehová me recogerá* (Salmo 27:10). Su falta de
habilidad para encontrar compañerismo humano le
conduce a buscar en Dios lo que no puede encontrar en
ningún otro lugar. Aprende en la soledad interior lo que
no podía haber aprendido entre la multitud que Cristo
es Todo y en Todo, y «el cual nos ha sido hecho por Dios
sabiduría, justificación, santificación y redención» (Ia
Corintios 1:30). En Cristo poseemos la suma total de los
bienes de la vida.

Dos cosas quedan por decir. Una, que el hombre
solitario de quien hablamos no es un hombre altivo ni
orgulloso, no es el santo que se cree más bueno que
otros, que aparece en la amarga sátira de la literatura
popular. Es probable que se sienta como el menor de
todos los hombres y. seguramente, se culpará a sí mismo
por su misma soledad. Desea compartir sus sentimientos
con otros y abrir su corazón a alguna alma de sentimientos
similares que le comprenderá, pero el clima
espiritual a su alrededor no le alienta, así que permanece
en silencio y cuenta sus penas a Dios y a nadie más.
La segunda cosa es que el santo solitario no es el
hombre retraído que se endurece contra los sufrimientos
humanos y pasa sus días contemplando los cielos. Precisamente
lo contrario es la verdad. Su soledad le hace
sentir simpatía por los de corazón quebrantado, y los
caídos, y los lastimados por el pecado que se le aproximan.
Porque está separado y desapegado del mundo, con
más razón lo puede ayudar. El Maestro Eckhart enseñó
a sus seguidores que si os encontráis en oración y
exaltados en el tercer Cielo y en ese momento os acordáis
que una viuda pobre necesita alimento, deberíais cortar
la oración instantáneamente e ir a atender a la viuda.

«Dios no permitirá que perdáis nada al hacerlo», les dijo.
«Podréis seguir vuestra oración donde la dejasteis y el
místicos y maestros de la vida interior desde Pablo hasta
el día actual.
La debilidad de tantos Cristianos modernos es que
ellos se sienten demasiado cómodos y en casa en el
mundo. En sus esfuerzos de lograr «acomodamiento» o
integración a la sociedad no regenerada, han perdido su
carácter de peregrino y se han convertido en una parte
esencial del mismo orden moral contra el cual ellos son
enviados a protestar. El mundo les reconoce y acepta por
lo que son. Y esto es lo más triste que pudiera decirse
acerca de ellos. ¡Ellos no están solitarios, pero tampoco
son santos!

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