sábado, 2 de agosto de 2014

El Dios de nuestra salvación. Andrew Murray



Todo lo que la Iglesia y sus miembros necesitan para la manifestación del gran poder de Dios en el mundo es regresar al lugar de una dependencia absoluta e incesante en Dios.

“Solamente en Dios descansa mi alma; de Él viene mi salvación” (Sal. 62:1).

Si la salvación viene verdaderamente de Dios y es enteramente obra suya, como le fue nuestra creación, resulta, de modo natural, que nuestro principal deber es esperar en Él para que haga la obra como a Él le agrade.
Esperar pasa a ser, pues, el único camino para llegar a la experiencia de la plena salvación; el único camino, en realidad, de conocer a Dios como el Dios de nuestra salvación. Todas las dificultades que se pueden esperar, impidiéndonos la plena salvación, tienen su origen en esto: el conocimiento y la práctica deficientes de esperar en Dios. Y todo lo que la Iglesia y sus miembros necesitan para la manifestación del gran poder de Dios en el mundo es regresar al lugar debido, el lugar que nos corresponde, lo mismo en la creación que en la redención; a saber, el lugar de una dependencia absoluta e incesante en Dios.

Esforcémonos, entonces, por ver cuáles son los elementos que hacen esta espera en Dios bendita y necesaria. A su vez, esto nos ayudará a descubrir las razones por las cuales la gracia es tan poco cultivada y nos hará sentir lo infinitamente deseable que es para la Iglesia, y para nosotros mismos, descifrar este bendito secreto a cualquier precio.

La necesidad profunda de este esperar en Dios se halla igualmente en la naturaleza del hombre y en la naturaleza de Dios. Esto es, Dios, como Creador, formó al hombre para que fuera un vaso en el cual Él pudiera manifestar su poder y su bondad. El hombre no había de tener en sí la fuente de su vida, su fuerza, su felicidad, sino que el Dios eterno y viviente había de ser en todo momento quien le comunicara todo lo que necesitaba. La gloria y la bienaventuranza de la Providencia no dependían de sí mismo, sino de Dios que, en su infinita riqueza y amor, se lo otorgaba al hombre. Por su parte, el hombre debía tener el gozo de recibirlo todo, en todo momento de la plenitud de Dios. Éste era el estado de bienaventuranza de la criatura, antes de su caída.

Por cuanto tuvo lugar la caída del hombre en el pecado, éste pasó a ser aún más dependiente de Dios, de forma absoluta; pues no podía haber la más pequeña esperanza de recuperación de su estado de muerte, si no en Dios, en su poder y en su misericordia. Así, sólo Dios empezó la obra de la redención; sólo Dios la continuó y la lleva a cabo, en todo momento y en cada creyente individual.

E incluso en el ser humano regenerado no hay poder de bondad en sí mismo. ¡No puede ni tiene nada que no haya recibido! Por lo que esperar en Dios le es igualmente indispensable, y debe ser para él algo tan continuo e incesante como respirar.

Es precisamente porque los creyentes no conocen bien su relación de absoluta pobreza e invalidez con respecto a Dios, que no tienen sentido de su dependencia absoluta e incesante y de la bienaventuranza inefable de esperar en Dios de modo continuo. Pero una vez un creyente ha empezado a verlo, y consciente en ello, por medio del Espíritu Santo recibe en todo momento lo que Dios obra. Dicho de otra manera, esperar en Dios pasa a ser su esperanza y su gozo. En efecto, al captar cómo Dios, en cuando a Padre lleno de amor infinito, se deleita en impartir su propia naturaleza a su hijo -tan plenamente como este hijo puede aceptarlo- y al comprobar que Dios no se cansa en ningún momento de cuidar de su vida y de fortalecerse, el creyente se maravilla de que hubiera pensado con respecto al Padre de modo distinto al de un Dios en quien esperar constantemente.

En resumen, Dios dando y obrando sin cesar y el hijo incesantemente esperando y recibiendo, ésta es la vida bienaventurada. Ya lo dijo el salmista:
“Solamente en Dio descansa mi alma; de Él viene mi salvación”.

Es decir, primero esperamos en Dios para recibir la salvación. Luego, sabemos que la salvación es sólo para llevarnos a Dios y enseñarnos a esperar en Él. Y finalmente encontramos que hay algo mejor todavía: que esperar en Dios es en sí mismo la mayor salvación; es darle a Él la gloria de serlo todo y experimentar que Él es el todo en nosotros... ¡Que Dios nos enseñe la bienaventuranza de esperar en Él!
“¡Alma mía, espera sólo en Dios!”.

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