domingo, 11 de agosto de 2013

El orgullo en el liderazgo de la Iglesia - M. Moraes


Extractado y traducido del libro “A si mesmo se esvazio” de Marcos Moraes

Autosuficiencia

Es la más común y la más constante de las formas en que el orgullo se manifiesta en nosotros. La autosuficiencia se vuelve aún más grave cuando permanece en aquellos que están investidos de autoridad en la iglesia. Estamos siempre pensando que podemos hacer las cosas. Y el mayor síntoma de este mal es la escasez de oración ¿Cuándo es cuando más oramos? Cuando las circunstancias a nuestro alrededor se vuelven más críticas y nuestra debilidad aparece, entonces nos sumergimos en constantes momentos de oración. Pero cuando todo va bien, oramos menos.

Pero Jesús nos dice: “Separados de mí, nada podéis hacer”. Ahora, deberíamos entonces orar constantemente y por las más simples necesidades ¿No fue esta una de las mayores pruebas del despojarse del Señor Jesús? Nada sabía sin el Padre. Nada hacía que no fuese bajo la dirección del Padre. Y por eso oraba tanto. No solamente porque amaba al Padre, sino porque lo necesitaba. Jesús sentía que sin el Padre, Él no era suficiente. Es lo opuesto a nuestra autosuficiencia.

Demostración de eficacia

Por demostración de eficacia, nos referimos a aquel esfuerzo por demostrar resultados y logros delante de los hombres. Se exhiben números, construcciones y realizaciones de todo tipo.

¡Que contraste con Jesús! Hacía milagros impresionantes, pero solicitaba que no los divulgasen. No se avergonzaba por estar acompañado de las personas humildes y despreciadas. No se avergonzaba al formar su más importante equipo ministerial con hombres iletrados y menospreciados por las elites. Él mismo no huyó de la profesión que le daba fama de hombre simple: “el carpintero”. Siendo el más grande de los maestro amó el programa que el Padre estableció: morir teniendo sólo un pueblito como resultado de su trabajo, dejando el crecimiento y los logros en las manos de sus rudos discípulos. ¡Oh, cuánta gloria! Por eso el Padre le amó. Él fue el perfecto anti-Lúcifer. El anti-Adán. El anti-pecado.

Creo sinceramente que fue por semejarse a esta actitud que a Dios le agradó tanto David, al punto de decir que era según su corazón (Hechos 13:22). Era según el corazón de Dios porque tenía un corazón anti-Lúcifer y semejante, en este aspecto, al del Señor Jesús. Es sorprendente que habiendo pecado tan gravemente, después de esto, por mucho tiempo, Dios se refería al rey David recordándolo tiernamente (2 Reyes 14:3; 18:3; 22:2 - ¡cuatro siglos después!). Ocurre que David no buscaba la gloria de los hombres. No buscaba gloria para sí mismo (Salmo 131:1-3), pero deseaba ardientemente la gloria de Dios en Israel(Salmo 132:1-5). Deseaba construir el templo, no buscando reconocimiento, sino deseando ver la gloria de Jehová. Cuando Dios se lo prohibió por se hombre de guerra, mantuvo firme su propósito de construirlo, por medio de su hijo Salomón. Donó grandes sumas en oro de su tesoro real y levantó ofrendas en medio del pueblo, de modo que Salomón nada precisó. David amaba la gloria de Jehová, y Jehová mucho le amó. No fue casualidad que Jesús, según la carne, vino de la descendencia de David.

Exigencia de obediencia

Lucifer no quería sólo gloria, también quería el poder. Nosotros, los que ejercemos autoridad en la iglesia, podemos caer fácilmente en esta trampa del pecado.

¿No es ya una gloria extraña que recibamos tanta autoridad? Tomamos decisiones que inciden sobre decenas, centenas, y en algunos casos millares de personas. Definimos rumbos para la iglesia. Aconsejamos a las personas en las áreas más importantes de sus vidas. ¿No es demasiado para un pobre mortal? La sumisión que tantos hermanos amados nos conceden debería comprometernos con ellos.

¿Por qué buscaríamos ser incuestionables en nuestras decisiones? ¿Por qué juzgaríamos que nuestra sapiencia es tan soberana? ¿Qué otra cosa, sino el veneno de Lucifer en nuestra carne nos hace detestar ser contrariados?

Pero, una vez más, Jesús es nuestro modelo. Él fue el más sabio de los que anduvieron sobre la tierra, pero con cuánta paciencia soportó la contrariedad de quienes, por no comprenderlo, se escandalizaban de Él, tanto sus coterráneos (Mateo 13:57) como sus propios discípulos (Juan 6:60-61).

Más autoridad que sumisión

Para que pueda ejercer su ministerio con eficacia y conducir a los hermanos por los caminos del Señor, Dios invistió de mucha autoridad al liderazgo de la iglesia. Estos líderes deben tomar decisiones que interfieren en la vida de todo el pueblo de Dios. Establecen programas de trabajo, estrategias de acción y toda suerte de eventos y actividades. Además de aquello que es organizativo, estos hombres ejercen aun su influencia sobre la propia vida particular de los hermanos. Reciben de parte del Señor la autoridad para esclarecer la doctrina, instruir a los hermanos en todas las áreas de sus vidas, insistir, corregir, exhortar, y aún disciplinar.

Debemos reconocer que esta es una cuestión muy delicada, pues todos estamos sujetos a errores, y cuando un líder falla, puede causar muchos males. Sólo hay una garantía: que todos en la iglesia se sujeten, principalmente los que están investidos de autoridad. Ellos deben ser los primeros en dar el ejemplo. Uno de los mayores males de la iglesia son los líderes solitarios que no se sujetan a nadie.

Solamente el orgullo de la carne puede sustentar este tipo de actitud. ¿Cómo explicar que alguien ejerza autoridad sobre los demás al mismo tiempo que él no se sujeta a nadie? Parece que la autoridad recibida es vista como una acreditación de competencia y aprobación, y que ya no es necesario sujetarse. Otro engaño que proviene del orgullo.

Pablo dice: “sujetándoos unos a otros”. En el Nuevo Testamento vemos cómo los líderes practicaban esta enseñanza. No había líderes independientes. En cada lugar donde la iglesia surgía, pastores y presbíteros se sujetaban a los equipos apostólicos que había. Ya sea a Pablo y sus compañeros en el mundo gentil, ya sea a los doce de Jerusalén en el mundo judío. Y los mismos apóstoles se sujetaban unos a otros en sus relaciones. Pablo reprendió a Pedro delante de todos, y este, evidentemente, aceptó la reprensión (Gal. 2:14). El mismo Pablo, dependía tanto de sus compañeros, que cuando el propio Señor le abrió una puerta para la predicación en Troas, no hallando a Tito, no tuvo paz para aprovechar la oportunidad (2 Cor. 2:12-13). La sujeción entre ellos era tan sólida, que cuando no fue practicada por Pablo y Bernabé, esto fue sorprendente para todos y destacado como cosa indeseable y anormal.

En estos años de servicio en la casa de Dios, he observado que aquellos hombres que nunca se sujetan a nadie, son justamente, los que usan su autoridad con mayor intensidad. Reúnen a su alrededor hombres y mujeres que le sirven. Se abusan de la fe de los sencillos y los atemorizan con amenazas de todo tipo. ¡Ay de quienes lo cuestionan y lo desobedecen! Pues se consideran intocables e incuestionables.

Hay algo de Lucifer en esta actitud. Es lamentable comprobar que hay tantos que se sujeten a esto. Pablo mencionó esta actitud tolerante en su segunda carta a los Corintios: “Pues toleráis si alguno os esclaviza, si alguno os devora, si alguno toma lo vuestro, si alguno se enaltece, si alguno os da de bofetadas.” (2 Cor. 11:20). Los evangélicos acostumbran a repudiar al Papa, pero ¿qué vamos hacer con nuestros propios “papitas”?

La pompa de los títulos

¿Qué es un título? Es un reconocimiento que se recibe, mediante el cual, la sociedad nos da el derecho de colocarlo delante de nuestro nombre. Por ejemplo “doctor”. Por eso, por respeto a ese derecho adquirido, debemos dirigirnos a ellos como “doctor Fulano” o “profesor Beltrano”.

La función u oficio que alguien ejerce en la sociedad nunca debe ser usada delante del nombre como si fuera un título. Por ejemplo “gerente fulano” o “albañil Beltrano”. Quien no tiene ningún título no debería usar nada. Ellos son sólo Fulano y Beltrano.

Jesús nunca nos confirió un título. Nos dio funciones de servicio. Cuando alguien es reconocido como pastor, no está siendo ascendido, está siendo rebajado. Antes era un siervo como todos los otros siervos del Señor. Ahora está siendo rebajado a ser siervo de los siervos. Esto se evidencia en la parábola del siervo vigilante (Lucas 12:42).

Un pastor recibe autoridad, sí, pero para servir en la iglesia. Es un error confundir esta autoridad con un lugar de preeminencia con derecho a título. Pablo afirma que los apostoles tenían, en la iglesia, una autoridad superior a la de los pastores y los profetas (1 Cor. 12:28 y esto concuerda con Hechos 2:42), ¡pero cual es la preeminencia que ellos tenían? “Los postreros… la escoria del mundo, el desecho de todos.” (1 Cor. 4:9-13; ¡en la misma carta!). Ser apóstol, entonces, es ser aún más rebajado todavía.

¿Por qué, entonces, usamos esta función de servicio delante del nombre como si fuese un título? ¡Pastor Fulano!. Y esto, ahora, no nos basta, pues tenemos el “apóstol Beltrano” y el “obispo Mengano”. ¿Dónde iremos a parar? ¿Dónde leemos de Pablo o Pedro haciendo esto? Pablo era Pablo y Pedro era Pedro. El mismo Señor Jesús ama que su pueblo lo trate sencillamente por el nombre. Nunca vi a alguien orando: “Pastor Jesús…”. Sólo Jesús. O también, amado Jesús. Cuantos pastores se escandalizan cuando el hermano simplemente lo llama “querido Fulano”.

Política partidaria

En el ejercicio de la autoridad, podemos ser tentados a tomar decisiones que favorezcan nuestro ministerio en detrimento de otros. Esta actitud manifiesta orgullo y es una afrenta a la gloria de Dios. Es lo que llamamos política partidaria. Se aproxima al comercio que Lucifer hizo en ocasión de su rebelión: utilizó sus dones y su autoridad para promoverse a sí mismo.

De la misma manera, podemos hacer comercio, y usar esta autoridad para favorecer a aquellos que son próximos a nosotros. Debemos, antes, decidir siempre por lo que es más justo y mejor para la gloria de Dios y la edificación de la iglesia. Lo contrario de esto revelará un corazón sediento de grandeza. La influencia de los intereses en las deliberaciones de la iglesia lleva a decisiones carnales que desagradan profundamente al Señor.

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